miércoles, 6 de noviembre de 2013

Paul Auster publica un nuevo libro en el que ahonda en su propia vida, sus fantasmas y reflexiona sobre sí mismo.
Paul Auster es otro de mis escritores fetiches,siempre que llega alguna novedad de el, me alegra el día y aunque no todas sus obras me parecen igual de buenas, su manera de narrar sus personajes insólitos, las descripciones que hace de ellos siempre me parecen grandiosas en ambientes cotidianos. Una de mis favoritas he de decir que es Brooklyn Follies , para los que no lo habéis leído os aconsejo que lo hagáis.
Dicen los editores que este libro es el complemento perfecto de su última obra Diario de invierno, ambos editados a la par que la edición neoyorquina, pero ambos títulos no guardan más relación que el estar directamente inspirados en episodios de su biografía.
Aquí os adelantó un pequeño fragmento

El Dios que estaba en todas partes y reinaba en todas las cosas no era un poder de bondad ni amor sino de miedo. Dios era la culpa. Dios era el capitán de la policía celestial del pensamiento, el invisible y todopoderoso que podía entrar en tu cabeza y ver todo lo que pensabas, que podía oírte hablar contigo mismo y traducir el silencio a palabras. Dios siempre estaba vigilando, no dejaba de escuchar, y por tanto tenías que hacer gala de tu mejor comportamiento en todo momento. Si no, horrorosos castigos caerían sobre ti, tormentos indecibles, cautiverio en la mazmorra más oscura, condenado a vivir a pan y agua por el resto de tus días. Cuando fuiste lo bastante mayor para ir al colegio, descubriste que todo acto de rebelión acababa aplastado. Veías cómo tus compañeros quebrantaban las normas con ingenio y brillantez, inventando formas nuevas y cada vez más taimadas de crear el caos a espaldas de los maestros para salir continuamente impunes, mientras que a ti, siempre que sucumbías a la tentación y participabas en aquellas diabluras, acababan cogiéndote y 

castigándote. Sin falta. Ningún talento para las travesuras, lamentablemente, y te imaginabas a un Dios colérico burlándose de ti con un arrebato de carcajadas desdeñosas, comprendías que tenías que ser bueno... o atenerte a las consecuencias.

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